EL SILENCIO ANTES DEL INCENDIO
Esta mañana,
el sol no había ganado la batalla a la niebla,
y ya mi casa ardía en pequeñas llamas invisibles.
Mi hijo, pequeño torbellino de carne y preguntas,
jugaba a no escuchar,
a probar si mi paciencia tiene fondo.
Y yo, con la voz firme pero rota por dentro,
llamaba a la calma que no encontraba.
No grito.
No levanto la mano.
Pero a veces siento que mi alma sí lo hace,
golpea las paredes desde adentro
y me pide una tregua.
Mi esposa
—con su modo agudo de rozar donde más duele—soltó una frase.
Una chispa.
No era una guerra, pero olía a pólvora.
Y entonces me vi en el espejo de mis propios límites.
El reloj marcaba el apuro.
El corazón, la angustia.
El orgullo, las ganas de quedarse a gritar verdades.
Pero elegí irme.
Cerrar la puerta antes de que cerráramos más.
Me salí de escena.
No por cobardía,
sino porque entendí que hay guerras que se ganan con retirada.
Que hay silencios más poderosos que mil gritos.
En el trabajo,
la rutina no preguntó cómo estaba.
Pero mis pensamientos seguían en casa,
donde quedó un niño que me necesita,
una mujer que quizá no entiende mi modo de proteger,
y un padre que solo quiere hacerlo bien…
aunque a veces no sepa cómo.
© Corazón Bardo 11/07/2025